lunes, 24 de mayo de 2010

Felices dieciséis

FELICES DIECISÉIS
La película que así se titula, y que está dirigida por Ken Loach, podría llevar con toda propiedad el subtítulo SIN SALIDA A LOS DIECISÉIS, que es el que le pone con tod acierto el comentarista de Renoir.
Ken Loach fue escritor de culto para los jóvenes realizadores españoles de la última década, sobre todo para los que se empeñaban en reflejar los aspectos más crudos de la realidad: marginación, tráfico de drogas, situándolos en sus ambientes corres`pondientes, en general, al extrarradio de ciudades populosas... Sus libros de "cómo hice esto o aquello" se podían encontra en la FNAC y en los templos de la modernidad, no sé si se encuenbtran aún, porque ya sus discípulos fueron legión. Pero como dice el refrán "Benditos sean mis imitadores porque de ellos serán todos mis defectos", Ken Loach tiene una poesía que para mí sus imitadores no supieron copiar, o bien la realidad española no se prestaba a tales florituras. Me refiero a la belleza de las imágenes, a la de sus modelos tanto paisajísticos como humanos. No hay más que ver esta película para percibir que la cámara se recrea en las espaldas, en los cortes de pelo a navaja de los chavales no tocados por la droga pero a punto... al mismo tiempo que se posa con minuciosidad en los moratones de las peleas entre bandas que trafican... Y al fondo siempre, el paisaje, con el verde de un río, o de una ría puesto que se trata de astilleros desmantelados, que nos recuerdan más a ciertas ciudades del norte que a los extrarradios de Madrid.
En cuanto a los personajes y la trama, los de Ken Loach me recuerdan mucho los del teatro de Alonso de Santos: La estanquera de Vallecas, Bajarse al moro, Yonquis y yankees, Salvajes...Personajes escindidos entre un drama personal íntimo, que se justifica por la dureza del medio, y unos anhelos de pureza que llevan allá dentro, a veces guardaditos, muy guardaditos, tanto que casi no se les ve sino es por un chispazo ocasinal que les hace salir, es decir,Ken Loach hace lo mismo que hacía Alonso de Santos antes de dedicarse a dirigir Teatro Clásico: personajes desgarrados, que abrían el diálogo con un taco y lo acababan con un exabrupto, perdedores a los que sólo podía redimir el hecho de serlo, y los buenos,
Alonso de Santos se pasó al teatro clásico porque la veta del realismo cutre estaba ya agotada, e hizo bien: aquellos geranios escuchimizados que la abuela regaba como único afecto seguro en quien poner su vida, en espera de que el nieto regresara de su viaje a los infiernos y empezara a comportarse como un ser humano, ya no daban más de sí. La comedia clásica le ofrece otros mundos de poesía esculpida en que recrearse y descansar. Pero cuando haya descansado lo suficiente, volverá al drama realista y cutre. ¿Por qué? Porque hay que seguir repitiendo, aunque de momento parezca que nadie atiende. Pero también vendrá bien ensayar nuevas estéticas, tal vez se trata de cambiar la presentación para que un mensaje ya gastado surta de nuevo efecto, que es lo que hace Loach. Una estética diferente: en él la tragedia discurre en medio de un verde lujuriante, con vistas al río aunque los astilleros destartalados no inviten precisamente a recrearse en el paisaje... Pero Vallecas no tiene río, sólo una luz y un cielo al que asomarse subiendo a las azoteas, única huida.
Sabemos que el arte debe exagerar y hasta extrapolar intensificándolos los rasgos más sobresalientes de la realidad para hacerla creíble, empezando por la velicidad vertiginosa en que se suceden los acontecimientos y eso es lo más admirable de esta película. Pero sobre todo tiene la habilidad de hacer visibles unas realidades que transcurren en paralelo a otras completamente normales, y el espectador ve unas y otras en dramático contraste. Y esta porosidad la permite el cine más que el teatro, ese horror de mostrar realidades tan opuestas en los mismos escenarios que sólo ve en paralelo el espectador, mientras que ellos, los otros, se ignoran olímpicamente entre sí.

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